LA MARIMANTA. II.
El pánico y el espanto, de todos los colores y
formas, se adueñaban del vecindario, menos de Vicentito, nieto de María "la sacristana". Era un mozo con entendederas de niño y cuerpo de hombre. Nació por casualidad, cuando nadie lo
esperaba, las malas y buenas lenguas del pueblo gastaron ríos de saliva argumentando
quien podía ser el padre del zagal. Después de un tiempo las suposiciones de
olvidaron y Consuelo, la hija de María y madre de Vicentito,
marchó a Cataluña al calor de una hermana. El menor quedó al cuidado de la
abuela y, por supuesto, bajo la protección del Sr. Cura. Consuelo no volvió al
pueblo hasta que el párroco no fue trasladado y otro sacerdote se hizo cargo de
la vicaría. Vicentito era al menos tres o cuatro años mayor que Piedad. No
trabajaba, en las cuadrillas de jornaleros no cuajaba, era demasiado niño y ni
los peones ni braceros se fiaban de él, así que pasaba el día deambulando de un
sitio a otro, lo mismo se le veía sentado a la sombra fresca del depósito de agua en el Cerro de La Pina, que intentando amañar algunos peros o
albarillos en la huerta de Morales o de Palomo, o subido en el remolque de "Escurca"... Anaón palante... Camino del pueblo.
Últimamente se le veía más contento que de normal. Esperaba
con impaciencia que llegara la tarde y después de misa verse, a escondidas,
con Piedad. Hablaban de amores desde hacía algún tiempo. Él, como se
suele decir, iba en serio, para Piedad, por el contrario, no pasaba de ser un
divertimento y Vicente el actor principal de su
calculada venganza. A pesar que sólo se veían casi de soslayo durante la misa,
alguna tarde que otra, Piedad, conseguía zafarse de la vigilancia de su madre o
de su tía, y en las escaleras del coro o en la alacena de la sacristía,
aprovechaban, ella, para recordar el disfrute vivido con su enamorado Ramón el
Domingo de Pascua, él, para dar rienda suelta a tanto deseo de hombre reprimido
en mente de niño. Ambos disfrutaban aquellos breves momentos de pasión. Fue Piedad, quien e una de estas ocasiones, le dio una larga carta en la que de vez en
cuando le decía lo mucho que lo deseaba y fantaseaba con poder tocarse sin
ropa, estos anhelos escondían lo principal: Le pedía que inventara algo para poder
asustar a los vecinos y entonces, aprovechando este miedo, cuando estuvieran
todos en sus casas, podían verse en la Iglesia o en cualquier otro
sitio sin temor a la vista de los demás, que en esos momentos estarían escondidos,“cagados
de miedo”.
Vicentito, sabía que si lo pillaban en aquel
enredo podía quedar con algún hueso entablillado, a pesar de ello decidió dar por bueno el riesgo
y comenzó a representar la estratagema que Piedad, paso a paso, le iba dictando
al oído en sus fugaces encuentros mientras se masajeaban y besaban con
desesperación y ardor.
Se hizo de un puchero de barro, lo encontró en un esterquero, frente a Los Hotelitos. Con una
clavo y mucha paciencia lo agujereó repetidamente, lo hizo con mucho cuidado de no quebrar el
tiesto tiznado de tantos años de candela, carbón y anafe. Una vez hecho los orificios metió
dentro un candil encendido, le puso varias mechas para que diera más luz, lo subió encima de la cabeza, y las dos cintas que ató a sus asas se las amarró
por debajo de la barbilla para que permaneciera asentado en su mollera. Después
se puso un alba blanca de las viejas que estaban guardadas en una cómoda de la
sacristía, se embozó con una sábana y se enrolló a la cintura varias cadenas
que arrastraban por el suelo al andar. En la mano llevaba un vergajo de juncias trenzadas que restallaba en el aíre como un látigo de cuerda de
cuero. De esta guisa irrumpió en el pueblo, se dejó ver en las puertas del
antiguo cementerio de la calle de La Cruz, frente a la ermita del mismo nombre,
fue bajando la calle hasta la altura de la panadería de Eustaquio donde
un par de vecinas, que se espantaron cual caballería, gritaron y aceleraron los pasos hasta sus casas.
Más abajo, casi en el atrio, tuvo la fortuna de toparse con
Hipólito, quien como alma que lleva el diablo corrió por la calle Conejo en dirección
a su tienda. Desde aquella primera vez, y al menos una
vez por semana, se encontraba con Piedad mientras la gente del pueblo
permanecían en sus casas, unos rezando, otros escondiéndose y, otros
permanecían vigilante por temor a ser robados.
Piedad se reía y gozaba con su venganza, mientras, el
muchacho gozaba de aquella piel tan suave y se imaginaba entre las sábanas de
su catre solazándose entre las caricias y arrumacos de Piedad.
..... continuará...
Lalo, me gusta lo que leo
ResponderEliminar