2ª ENTREGA


Piedad va, tarde sí tarde no, a casa de su tía María, le gusta aparentar ser más niña. La tía, inconscientemente, agradece ese comportamiento, para ella es la hija que nunca tuvo. Todas las tarde son iguales, a excepción de las del verano, porque entonces es la siesta el acontecimiento principal de esas horas, y toda actividad se adelanta o se pospone respetando rigurosamente el tiempo de descanso, que por otra parte, en cada casa tiene una duración distinta... según la costumbre. Piedad suele pasarla haciendo punto de cruz, sentada debajo de la parra del patio, en la sombra más fresca y al lado del brocal del pozo. Cada verano se entretiene en bordar un par de mantelerías o un juego de sábanas. Lleva años preparando su ajuar.
Tarde tras tarde conversaciones triviales entre tía y sobrina, sentadas en la camilla al calor del brasero de picón, o si hace buen tiempo en el patio. Cuando llega Manuel, el marido de María y tío de Piedad, se rompe el encanto porque como dice María “parece que llega con la escopeta cargá”... Todo porque le gusta decir algún improperio machista que enerva el estado de ánimo de las dos mujeres. Piedad a su tía le habla de tu, sin tratamiento alguno, con el respeto justo que da la diferencia de edad, pero con su tío es diferente, el respeto se lleva hasta extremos insospechados. Piedad es consciente de ello porque en su casa sucede igual, con su madre tiene un diálogo más fluido mientras que con su padre tiene que medir las palabras. Estos comportamientos no obedecen a tener o no tener miedo o vergüenza ante la persona mayor o ante la autoridad, sino a la costumbre, rutina heredada, trasmitida de madres a hijas que pone en evidencia la sumisión y la fidelidad rigurosa de la figura femenina hacia la del sexo contrario, sobre todo en un pueblo pequeño en el que la fama de la persona lo es casi todo.

Piedad dejó el colegio antes de cumplir los trece años. Afortunadamente en su casa, no hacía falta que ella ganara un jornal. Su padre tenía negocio propio y sus hermanos contribuían al mantenimiento del hogar, su madre y ella se ocupaban de las tareas domésticas.
A Piedad, como a todas las jóvenes de su edad, la someten, familia y vecindad, a un control constante. Todos conocen donde va y de donde viene, con quien hablaba y en que casa entra o sale. De no ser así las vecinas no tendrían uno de sus principales entretenimientos. Esta situación de control y de actuar siempre de cara a los demás y el que dirán, a Piedad le ocasiona fuertes conflictos interiores, no entiende como la gente ejercer de forma tan exagerada esa vigilancia. Cuando habla de ello con sus amigas, éstas le cuentan que a todas les pasa igual, que no se puede cambia nada porque entonces dejarían de ser lo que son, y, aún así, siempre hay alguna que se salta esta ley no escrita y se comporta como le viene gana. Pero, ella no puede estar de ese lado, su familia no se merece ni toleraría que “sacara los pies del cesto y se comportara como una cualquiera”, esto lo había escuchado no solo de boca de su padre, sino también de la de sus hermanos, eran ellos quienes más vigilan los pasos de piedad y le imponen con quien debe o no ir de paseo, y sobre todo, por donde sí y por donde no ir.

Josefa, la madre de Piedad , le cuenta historias de las que se desprenden moralejas, con ellas intenta, de la manera más sutil posible, indicarle el camino correcto que debe tomar cuando se le presenten ocasiones en las que ella sola tiene que afrontar decisiones. A Josefita, como es conocida en la vecindad, le gusta hablar de la vida de sus dos cuñadas solteras, las hermanas de su marido. Para lo bueno y lo malo, siempre las pone de ejemplo. Ellas, en el pueblo fueron incapaces de encontrar novio, en parte debido a sus arrogantes aspiraciones, y en parte a que ningún hombre del pueblo eran merecedoras de ellas, según su padre y hermanos, así que se fueron a intentarlo a un pueblo vecino en el que también disponían de vivienda . Allí es posible que encuentre novio, pensaron algunas en el pueblo... Son menos conocidas y eso juega en su favor. Otras, menos amigas, pensaron que aquella marcha tan repentina era porque alguna de ellas se había quedado embarazada. Ya han pasado años de estos y se han acomodado a la vida en aquel pueblo que al principio les resultaba tan ajeno y son conocidas por su compostura estirada y estilo de vida clasista. Sin tener título o estudio alguno, ni un capital excesivo, se consideran el ombligo de la sociedad de Valencia de las Torres.

Concha tiene setenta años y Margarita setenta y cuatro.
Ninguna de las dos, nunca, tuvieron novio formal. Cuando fueron mozas eran de tener vergüenza. Concha presumía de una dentadura perfecta y de que jamás se dejó besar por hombre alguno. Su madre le había asegurado que después del beso llegaba el apocalipsis, que se sentía por el cuerpo el calor del infierno saliendo a bocanadas por todos los poros…Que era como sentir la muerte de los cuerpos celestes en la bóveda azulada… Esas cosas que se estilaba contar a las niñas, como cuando se les decía: no te mojes la cabeza si estás mala, refiriéndose a la regla, que te quedarás estéril.

A Margarita, igual que le ha sucedido a Piedad a pesar de ser más joven, al cumplir la mayoría de edad,  un hombre le respiró en la cara y ella se desplomó confusa entre la sombra masculina y el olor a aguardiente. Josefita, conociendo que su hija había tenido ese encuentro con la sombra y el olor de un hombre, aprovechó la historia de su cuñada para aleccionar a Piedad y le contó:

-Aquel hombre era  pastor de una piara de más de cien cabras y doscientas ovejas, sabijondo como él solo, sabia de carrerilla mil refranes, a tu tía la embelesaba, se le caía la baba cuando lo miraba... El le contaba mil chascarrillos y dimes y diretes de los vecinos de la comarca. A ella le gustaba escucharlo aún sabiendo que estaba mintiendo, ella le dejaba hablar porque nunca le pidió que dijera solo la verdad bajo juramento en el nombre de Dios. También le contaba como pasaba los días en la dehesa, y que sus noches eran eternas, oscuras, sumergidas en el silencio de la sierra, y le murmuró sus deseos pecaminosos cuando, en  triste soledad, pasaba las horas tumbado sobre la manta, mirando al cielo y sin ver caer a una estrella. Le juró que ella era como un lucero cayendo del cielo, de su cielo. Tu tía sentía escalofríos y suspiraba en silencio. El pastor tenía mala sombra y se le veía con frecuencia yendo por el camino del Anaón haciendo más zirigoncias de la cuenta... Era un sartalindes, según decía tu aguelo.

Tras un breve descanso, para humedecer la garganta con un sorbo de agua del pozo, Josefita continuó con su narración:

-Pobre Margarita... Después de aquel romance, pasó muchos años solitarios, quizá se entretuviera imaginando que era la estrella caída del cielo oscuro y con olor a aguardiente de aquel pastor sabijondo.

Piedad escuchaba con atención a su madre mientras tiraba de la soga que subía hasta el brocal del pozo el cubo de zinc rebosante de agua fresca con las que regar las macetas.

-Pobre tía Margarita... ¡Con lo buena moza que és!, ¡Siempre tan escamondá!...En fín... Pero pensándolo bien... Siempre se comportá como una mujé mu redicha y enterá. La tía Concha es de otra manera de ser, más minfla, se engorruña más por tó. En su juventud tuvieron que ser dos señoritas de pan pringao a las que no había quien les tosiese.

-!Pues sí hija!... Pero en el fondo tenían menos sangre que una teresa, en el pueblo no las querían ni con tomate... Siempre dándose tanto postín... Más que la Niña el Rio.



Ahora, Concha y Margarita,  tejen,  junto a la ventana con paisajes de nadie, cuadros de punto de cruz,  tejen bufandas, hacen envolturas de lana para los rollo de papel higiénico, visten muñecas y cojines con fundas de croché... Se han acomodado a la rutina de los demás deshilvanando sus vidas para enhebrar un pasado que se les escapó.

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